imagen tomada de epre.gov.ar
La IA (inteligencia artificial) ya no vive solo en servidores invisibles ni en “la nube”. Vive en la tierra, en minas profundas y en centrales eléctricas que consumen enormes cantidades de energía. Hoy, el uranio se ha convertido en el recurso clave de una nueva carrera tecnológica: quien controle el combustible nuclear, controlará la capacidad de cómputo y, con ella, el futuro de la IA.
Durante años, Silicon Valley defendió la idea de que los chips cada vez más eficientes reducirían el consumo energético.
Pero esa narrativa se rompió con la llamada Paradoja de Jevons: cuando una tecnología se vuelve más eficiente, se usa más.
La IA no solo procesa información, también devora electricidad para entrenar modelos cada vez más complejos.
La magnitud del problema ya es evidente. Una encuesta global entre más de 600 inversionistas revela que 63% considera la demanda eléctrica de la IA como un cambio estructural, no como una moda pasajera.
Es la base energética sobre la que se está construyendo la economía del siglo XXI.
El choque es claro: el software avanza a la velocidad de la luz, pero el suministro de uranio avanza al ritmo lento de la industria pesada.
Durante años, el mundo sobrevivió reutilizando reservas antiguas y material de la Guerra Fría, pero esos inventarios están casi agotados. Hoy, la producción minera no alcanza ni el 75% del uranio que necesitarán los reactores en el corto plazo.
Aunque el precio del uranio físico se ha mantenido estable, las acciones de las mineras han subido con fuerza.
Esta aparente contradicción refleja una realidad incómoda: los inversionistas ya están apostando por la escasez futura, mientras que las empresas eléctricas retrasan contratos y consumen sus últimas reservas, esperando que los precios no se disparen.
El problema es que la presión de la IA es constante. Tarde o temprano, alguien tendrá que ceder.
Así como los semiconductores marcaron la geopolítica reciente, el combustible nuclear será el campo de batalla de la próxima década. Grandes tecnológicas ya lo entendieron: asegurar energía significa asegurar poder computacional.
Cuando una empresa firma contratos de energía nuclear a 20 años, bloquea electricidad limpia para su propio beneficio.
El riesgo, advierten analistas, es que el costo de modernizar las redes termine recayendo en la sociedad.
Al mismo tiempo, la relación es bidireccional. La IA también impulsa a la industria nuclear, ayudando al mantenimiento de reactores, al diseño de nuevos materiales y a mejorar la seguridad. Es una alianza que algunos ya llaman “átomos para algoritmos”.
Mientras Occidente debate, China construye. El país levanta entre 10 y 11 reactores al año y concentra casi la mitad de los proyectos nucleares en marcha en el mundo.
Todo apunta a que superará a Francia en capacidad nuclear en 2026 y a Estados Unidos en 2030.
Pekín no solo busca energía estable, sino independencia total.
Produce sus propios equipos, lidera reactores de nueva generación e incluso desarrolla tecnologías para extraer uranio del mar, asegurando autonomía a largo plazo.
El dinero y el código no pueden resolverlo todo.
Existen barreras difíciles de superar: la falta de capacidad de enriquecimiento, la escasez de ingenieros especializados y un precio del uranio que solo incentiva nuevas minas cuando alcanza niveles de auténtica desesperación.
El mundo está pasando del clic al kilovatio. La revolución de la inteligencia artificial depende hoy de un metal olvidado durante décadas.
Si la industria tecnológica y la nuclear no logran sincronizar sus tiempos, la IA chocará contra un muro muy real.
En el siglo XXI, el poder digital empieza por algo básico: la energía. Y hoy, esa energía tiene nombre propio.
Con información de Xataka.
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